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Patio Criollísimo

Dios lo acoja a su derecha

Dios lo acoja a su derecha

Acaba de morir Agustín de Rojas (Santa Clara, 1949) y aún no me lo creo. Yo que me acostumbré a que  saliera a mi paso como un fantasma, por cualquiera de las cuatro esquinas del parque Vidal de Santa  Clara, con una nueva historia tan fantástica e imaginativa como las que dejó escritas  (Espiral, 1980, Una leyenda del futuro, 1985, El año 200, 1990 y El Publicano, 1997) no me lo imagino ido  hacia sabe Dios cuál de los cielos.

Porque lo cierto es que nadie tendrá hoy la certeza de su paradero porque para él no hubo otro trono  que el que le reservamos los amigos, no hubo ciudad, ni verdad, ni pasado, ni presente semejante a los del mundo real, que es al final el único que conocíamos.

Él creyó más en esa otra estancia y por eso anduvo sin remilgos de que se le creyera o no de sitio en sitio,  en espacios reales e inventados contando historias como un juglar de ciudad. Anunció huracanes y tempestades y aguas crecidas y dijo lo que uno nunca hubiera dicho y lo que soñó la noche anterior al encuentro y lo contó como suceso cierto.

Yo que lo conocí de niño cuando él era entonces tan solo el hijo de Nenita Anido, la entrañable amiga de mi madre, que luego lo reencontré como el primer escritor que conocía personalmente y que finalmente me acompañó, con sus apariciones, en todos estos años, no sabría decir cómo acostumbrarnos a
su ausencia.

Cómo decirle ahora a mi madre que no podrá volverse a sentar en un banco del parque, bajo la sombra  del poderoso sol de las tardes, a escucharse uno al otro esas historias que solo ambos darían por ciertas.

A quién le muestro ahora el telegrama que conservo y que él me enviara a Matanzas en el difícil año ochenta y ocho: Condeno vil agresión, reciban toda mi solidaridad y amistad, Agustín, para que me crea que lo tengo guardado como una de esas flores que se conservan dentro de un libro.

Y tuvo razón en utilizar las palabras vil, agresión, solidaridad y amistad. Yo le aseguré varias veces que conservaba aquel telegrama como una prueba irrebatible de su lealtad a la amistad. Y él sonrió con esa picardía que tardaré en olvidar como uno de los gestos más ingenuos con que pueda un amigo encubrir su bondad.

Capaz que sea esta la última vez que lo cuente. En los años ochenta visitaba a Agustín en el barrio de El Condado, donde vivía en una modesta casita que tenía una pequeña sala donde había una mesa de madera vasta y encima una máquina de escribir. Al lado un pequeño escaparate en cuyo techo se subían
sus dos hijas, entonces muy pequeñas, para lanzarse al suelo donde las esperaba una colchoneta bien extendida. Agustín escribía mientras conversaba conmigo y a la vez mientras las hijas se lanzaban al piso, una y otra vez. Por mucho tiempo creí que para escribir una novela era necesario tener dos hijas
que no le temieran al peligro, una mesa y una máquina de escribir.          

Ha muerto el hijo de Nenita Anido, el escritor de novelas que le hicieron ganar amigos, lectores y premios como el Premio David de la Uneac, en el año ochenta y el Premio Dulce María Loynaz en el mil  novecientos noventa y siete. Ha muerto quien quiso ser un personaje y logró que todos certificáramos como cierta su existencia.

Arístides Vega Chapú, en la noche del domingo once de septiembre del dos mil once.

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