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Patio Criollísimo

Labios Vírgenes

Labios Vírgenes

Salvador siente sobre su mejilla el beso de la despedida. El roce de los labios de Dolores le despiertan las ansias de aprisionar contra su boca la sonrisa sensual y femenina que llevará grabada en su memoria por siempre.  Pero no puede hacerlo. O no debe cometer tamaña imprudencia delante de tantas personas.Recién se conocen y la muchacha no cesa de hablar y reír. Como si los uniera una amistad de años. Ella elogia la tarde, la frescura embriagadora de los últimos aires de febrero y el placer que la inunda luego de un excesivo y fructífero  trabajo.

Salvador, apenas la escucha. Sólo piensa en los minutos que faltan para que Dolores se aleje, sin saber cuándo volverán a verse. Él quisiera permanecer más tiempo a su lado para explicarle cómo se puede encontrar la riqueza del primer beso de amor. El muchacho se siente capaz de argumentar en breves palabras que de nada sirve afanarse en descubrir porqué aparece un joven en medio de un carnaval y se adjudica el derecho de violar la virginidad de una boca.

Podría decirle a Dolores —en un susurro— que no se  cuestionara más a quién correspondía el privilegio de enseñarle a una adolescente cómo es el primer beso entre enamorados; porque la adolescencia comienza cada vez que uno se enamora. Pero ella sabía todo eso. Entonces, qué motivos tendría Salvador para retenerla, si en verdad su deseo era besar tan jugosos labios, dejar en el entorno de su boca lo que pudo dejar aquel desconocido, de cuyo nombre ella no logra acordarse porque nunca lo supo.Y mucho menos logró saber el joven carnavalero los sortilegios que se desencadenaron después del fugaz beso.

Salvador sí lo sabe. Bastaron pocas horas de diálogo para descubrir las esencias de Dolores. Por eso ahora busca un pretexto para retenerla. Conoce que la muchacha, con el paso del tiempo, se acostumbró a creer que el beso robado en medio de aquella gran fiesta, en Santa Isabel de las Lajas, nunca más lo recuperaría. «Era el que me negué a mí misma y a Enrique cuando apenas teníamos diez años».

La explicación no convenció a Salvador. Por qué buscar justificaciones contra el arrepentimiento, si solo se trataba de un incidente insignificante. Un extraño  le demostró mayor destreza, aunque le desbaratara en segundos sus fantasías; y dejara a cambio el dulce sabor de una fuga de pasiones. Aquel desconocido desvaneció las visiones que Dolores alimentaba cuando se encontraba con Enrique. Sospechaba que su amiguito era capaz de regalarle besos enriquecedores. A veces no sabía cómo hacer para no sentirse descubierta mientras lo miraba desde el fondo del aula. Otras, buscaba la ocasión para que Enrique volviera a lanzarle la pregunta del temor, la del frío en el estómago.Pero esa oportunidad ya había pasado. Por segunda vez pierde todo su encanto. Jamás volvería a suceder lo de quinto grado.

A Dolores le resultó imposible responder el , o el no que Enrique solicitó mediante otro amiguito. Al menos que signifique respuesta afirmativa —o negativa—, el llanto instantáneo, el temblor de piernas, el sudor inesperado y casi tibio por la espalda, o el silencio.  El mensaje que Enrique le envió con otro niño del aula infundió un miedo inmenso en Dolores. Su pavor creció con solo imaginar que un , era olvidar las advertencias de su hermana. Por «si mami se entera» y por evitar las indiscretas risas de las demás niñas, Dolores perdió la grandeza fantasiosa de tener un noviecito a escondidas en la escuela. Solo recuerda el susto ante la pregunta sagrada: «Dice Enrique que si o no».Únicamente sabe que nunca más se sentó al lado del mejor compañerito del aula. Tampoco siguieron jugando a cambiarse las libretas para escribirse uno al otro las clases del día. Ni se esperaban para merendar.

Dolores empezó a conocer lo que era extrañar a alguien cuando le creció el desespero por ver aparecer a Enrique minutos antes de las ocho de la mañana. Ya no caminaban juntos hasta la formación para el matutino, ni él le aliviaba el peso de la mochila. Y en los días de gripe y fiebre en los que uno de los dos se ausentaba de la escuela, Dolores conoció porqué la nostalgia existe. Añoraba la excelente caligrafía —inusual en un varón— combinada perfectamente con los rasgos femeninos de Doli —como a veces le decía— en los cuadernos de Botánica, Geografía o Español. Y sin saber cómo, ni por cuáles motivos, a veces notaba que el blúmer se le humedecía en las madrugadas.Dolores perdió el embullo a la hora de ir al estadio y ver a Enrique con su traje gris y naranja, la gorra ladeada, como todo un buen bateador zurdo, o corriendo feliz hasta el home. Desde entonces entiende de béisbol, como le demostró a Salvador. Pero su fanatismo por este deporte no creció más allá de sus diez años.Ella descubrió que dejó de ser noviecita de Enrique en el mismo instante en que ambos comprendieron que debían serlo.

Ocurrió por miedo al Primer Beso de Amor; el que electriza y a la vez nos empapa de pies a cabeza. El que nos deja muertos en vida. Con un simple y enigmático enredo de lenguas, aquella noche de carnaval, el joven desconocido se llevó las fantasías de Dolores al tiempo que le cedía el paso para el  descubrimiento de muchos Primeros Besos.

Así Dolores conoció que, salvo muy raras excepciones, los besos son de Amor a pesar de no recibirse en los labios.  Que los de amor enriquecen las almas de quienes los dan un día tras otro, hasta el delirio infinito. También pueden aparecer en el momento más sublime y quedarse en un suspiro. O nunca existir, como cuando los labios de Dolores se encontraron por fin con los de Enrique.

Habían transcurrido dieciséis años desde la pregunta sagrada. Medio despojados del rubor que sentían cada vez que se encontraban por las calles, por primera vez mostraron alegría al verse. Después de actualizarse sobre el recorrido de sus vidas y los fracasos  de cada cual, Enrique la invitó a salir esa noche. Dolores lo observó con detenimiento. Ahora lo notó más esbelto, de espaldas anchas y con una sombra debajo de la nariz que despertó su curiosidad femenina. Escudriñó en los ojos de Enrique y aunque no experimentó el mismo desequilibrio emocional cuando sintió cómo le inyectaba la mirada, aceptó la propuesta.

Quería, o mejor, necesitaba, la magia de la incógnita de quinto grado. Mas, en ella solo quedaba la imagen ambalicada de lo que pudo ser si en lugar del llanto ingenuo y el absurdo silencio, la respuesta hubiera sido el que Enrique recibió con tantos años de retraso.A la hora de la cita, los recuerdos anidaron alrededor de una mesa. En penumbras, entre tragos y buena música, Dolores —conversadora por excelencia— se adueñó de otras tantas historias por contarse mutuamente. A Enrique, en cambio, no le quedó otra alternativa que la de absorberse en la pausada voz. La sensualidad exquisita conque ella gesticulaba y hablaba le provocó inquietantes cosquillas. Dolores ya era toda una mujer y como todo hombre en estos casos, Enrique no necesitaba intermediarios.

La tomó entre sus brazos. Lo mismo hubiera hecho aquella tarde en el aula de quinto grado. Dolores no se resistió al contacto de sus labios. Accedió a humedecerle la comisura del labio superior. Tal vez, para ayudar a que le creciera el bigote.Y Enrique hubiera preferido mil veces retroceder el tiempo. Verla nuevamente sollozando, envuelta en miedos, pavores e indecisiones. No tan despojada de toda tibieza, diciéndole, despampanantemente, «el tiempo enfrió demasiado mi Primer Beso de Amor».Y es que Dolores tiene todos sus besos helados. A Enrique no quiso darle muchas explicaciones. De nada le valdría contar el único relato que faltó por hacer: La historia del joven carnavalero. Y mucho menos reconocería porqué se le amarga la boca cuando en un simple enredo de lengua no existen hechizos.

Dolores nunca más había recordado el incidente de Santa Isabel de las Lajas. Ya casi tenía en el olvido cómo fue que un  desconocido violó la virginidad de su boca, al tiempo que le enseñaba cómo besar amorosamente. Nunca más se había detenido a pensar en eso, antes de aparecer Salvador, a quien acaba de darle un beso en la mejilla. De él se aleja sin saber cuándo volverán a verse. Con cuánto gusto le hubiera admitido besar sus labios vírgenes.

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