Por Ricardo R. González
Danilo Minozzi y Maricela Puerto han vivido en Santa Clara una experiencia inigualable. Él es italiano y un ferviente admirador de Cuba. Ella, una santaclareña residente desde hace años en el Viejo Continente pero que no espera mucho tiempo para volver a sus raíces.
Exactamente el 14 de febrero, el día en que el amor se adueña de disímiles formas, presenciaron a tres niños que estaban en la heladería «El Piropo», ubicada en el corazón del bulevar de la ciudad, para compartir un potecito de helados entre ellos.
Llegó la hora de pagar, y uno de los menores se percató que no alcanzaba lo que traían. Faltaban unos centavos, y ante la situación decidieron retirarse sin cumplir sus anhelos.
Danilo los llamó para completarle el faltante, insistió varias veces, mas jamás imaginó que le salieran con un: «Gracias señor, pero no podemos aceptar eso».
Los pequeños se marcharon, y quedó el comentario entre los presentes. Aquella escena también se fijó en la pareja como una historia digna de contar.
En tiempos en que existe pérdida de valores, en momentos en que la falta de detalles parece diseminarse como triste epidemia, y se alejan las bondades humanas hay infantes que protagonizan lecciones ejemplarizantes.
Muchas veces tildan a nuestra juventud de perdida, y si bien una parte de sus representantes muestran dichas aristas resulta imperdonable generalizar. Aquí hay un buen ejemplo, de esos que cumplen los sueños de La Edad de Oro, de los Versos Sencillos, del Ismaelillo, o de ese mensaje que nos deja la lectura de Los zapaticos de rosa, entre el mundo de Pilar, el sol bueno y mar de espumas.
Son de esas realidades que ensanchan el corazón con gestos valederos y humanos.
No, no todos los niños y jóvenes están perdidos, y estos que no pudieron disfrutar las delicias de un helado nos enseñan la dicha de ser honrados desde edades tempranas.
Evoco a Martí cuando expresó: «la honradez debe ser como el aire y como el sol, tan reiterada que no se tiene que hablar de ella».
Pero en ocasiones falla, y jamás podríamos permitirle un vuelo tan alto que se haga inalcanzable.
Pienso, entonces, en premisas o antecedentes para avalar la conducta de estos infantes. Tiene que existir una familia consolidada que les enseñe, desde la cuna, el significado de las palabras honestidad, virtud, respeto, dignidad… pero no solo desde el punto de vista semántico, si no con ejecuciones prácticas y alimentadas a diario. Así se forja una parte del futuro de hombres plenos porque, desde temprano, supieron encontrar los justos colores para dibujar al mundo con sus buenas obras.
Ningún niño o niña llega al universo con una etiqueta de bueno o malo, de regular o mezquino. Su entorno, el propio medio, el ámbito familiar, y la suma de un día tras otro, condicionan y moldean la identidad, sus hábitos, costumbres, conductas y acciones.
Los pequeños son como esas esponjas que recogen la humedad existente a su alrededor. En otros términos, captan y escuchan todo aunque parezcan que están distraídos en medio de sus fantasías.
Y, por supuesto, que no puede excluirse el valor formativo de la escuela ¡Que dicha poder decir, ya en plena adultez, gracias por los excelentes maestros que tuvimos!
Cada quien los recuerda, estén o no, con canas o sin estas, con más o menos arrugas, con el cansancio del tiempo… pero si existe algo trascendente radica en lo imperecedero de cada consejo, en aquel regaño oportuno y necesario que a la postre comprendimos, en el afecto de considerarnos como a hijos que nos toman de la mano para mostrarnos el camino.
No me aparto de lo dicho por el mayor de nuestros guías con sus enseñanzas: «La virtud es un hada benéfica: ilumina los corazones por donde pasa: da a la mente la fuerza del genio».
Danilo y Maricela ya partieron hacia Italia. Les agradezco que compartieran esta vivencia de un febrero en Santa Clara para hacerla pública. Otro gesto, en el Día del Amor, que caló en los corazones.
Algo que tuvo como centro a menores sin conocerse sus nombres. A lo mejor Pedrito, Ignacio, Ramsés… ¿Quién sabe?
Ojalá, algún día, los encuentre, y nos digan: «Somos los niños de «El Piropo».
Mientras tanto, la vida se regocija con tenerlos.